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La voz de un texto




Charla realizada en el Centro Cultural Matta en el marco de "Volumen. Escena Editada", Buenos Aires, Argentina.


Humberto Maturana es un destacado biólogo y filósofo chileno, reconocido mundialmente por introducir el concepto de autopoiesis en las ciencias. Sin ánimo de alejarme del punto central que nos convoca hoy, definamos brevemente este concepto: es la cualidad de un sistema capaz de reproducirse y mantenerse por sí mismo. Hace unos años, en una conferencia que daba Maturana en el Parque Quinta Normal, le preguntaron por el lenguaje como parte del proceso autopoiético del ser humano, el lenguaje como formador de naciones y tradiciones. La necesidad de comunicar para reafirmar la existencia, el Yo proyectado en relación, materializado. Respondió el biólogo que las palabras literalmente nos tocan, que el sonido viaja en ondas que nos atraviesan y que tocan nuestros oídos. De esta forma, la audición derivaría del tacto, y nuestros oídos serían herencia de las agallas que los peces poseen y que les permiten percibir las vibraciones del agua.  
Es justamente a partir de esta idea que quisiera comenzar. Me llama profundamente la atención el carácter simbólico que nos presenta Maturana con esta analogía. De alguna forma, nos recuerda desde la biología la capacidad que posee la palabra hablada para conmovernos, como si de un golpe o una caricia se tratara. Hoy, al momento de escribir, hemos olvidado el carácter táctil de las palabras, encerrándolas en las páginas de un libro y despojándolas de su dimensión oral. Abrazamos al significante y al significado, pero relegamos a un segundo plano los fonemas. Desde el nacimiento de la imprenta, la divulgación de la poesía mediante la vía oral se ha ido perdiendo paulatinamente, e incluso hemos llegado a ver (y escuchar) a poetas y escritores/as que se rehúsan abiertamente a leer sus textos, ya sea por negligencia en la ejecución, ya sea por falta de interés. Se ha rebajado lo oral hacia una especie de arte menor, popular en un sentido peyorativo, que creo necesario erradicar.
La escritura en general, y la poesía en particular, es un arte de oficio que, como su vocablo griego lo define, tiene que ver con la fabricación o composición de un artefacto, al igual como el artesano que se dedica a hacer una vasija de greda. El poeta va construyendo su texto eligiendo las palabras adecuadas para la construcción de significados e imágenes simbólicas que logren dar cuenta de lo que el lenguaje cotidiano no es capaz de abarcar. Si la vasija/poema queda con su base chueca, el agua se derrama y el poema no funciona. Así, ninguna palabra está puesta al azar, lo que hace que, como escuché decir alguna vez: “un buen poema no es nunca parafraseable”. Ahora bien, no solo la elección de las palabras precisas es importante, sino también el corte de versos, no solo en versos que adhieren a una métrica específica, sino también el verso libre. El corte de versos nos va marcando un ritmo, una cadencia, marca que está dada justamente para su lectura en voz alta. De ahí que cortar bien o mal un verso sea tan peligroso como echarle sal al café. Un verso mal declamado puede matar una imagen e incluso al poema completo. Algo similar ocurre en la escritura en prosa. El manejo de la puntuación está dado para que el escritor guíe al lector dentro de su ritmo escritural. Las comas, los puntos seguidos y apartes, dan cuenta de la intención de voz de quien escribe, incluso si no estamos escuchándolo. Es así como nos vamos adentrando en un texto, pienso en grandes narradores como Faulkner o Borges, ambos genios en plasmar el ritmo al lector. El autor nos revela su voz a través de la escritura porque él mismo está escuchándose al escribir.
Existen tradiciones, como la árabe, y específicamente la palestina, en que la poesía no se concibe separada de su declamación. Justamente esta tradición nos ha regalado a poetas excepcionales en el arte de recitar, como Mahmoud Darwish o, actualmente, Rafeef Ziadah, poetas despojados de su lengua y tierra natal que ven en la poesía una revancha.


No es casual que la dimensión oral de un texto cobre tamaña relevancia en lugares en que la opresión es pan de cada día. Es aquí donde se manifiesta una extensión política que sobrepasa el contenido de un texto, y la traslada al momento de su “puesta en escena”. (Digo puesta en escena entre comillas, ya que no estamos hablando aquí de textos dramatúrgico en los que su finalidad es ser representados por actores. Estamos entendiendo aquí puesta en escena como el momento en que un poeta o escritor/a se hace cargo de su obra frente a un público.) Alzar la voz, literalmente, se torna así un gesto político que todo poeta debiese hacer suyo. Aunque los ojos sean capaces de leer un texto, y nuestra mente de codificar esos grafemas y darles un significado, el sentido real, su dimensión completa no está realmente abarcada hasta que un texto se nos presenta declamado. Es mediante este gesto que se venga el silencio impuesto por siglos. Cuando un texto es leído por su autor, este debe hacer hincapié en cada una de las voces que componen ese texto, sus lecturas, sus rabias, sus muertos, sus penas e inseguridades, sus motivaciones, y plasmarlas en la lectura para que quien escucha entienda todo lo que habita en un texto. Un escrito que en su declamación no da cuenta del sentir de quien escribe, es un texto incompleto, manco. Y voy más allá, un texto no está completo hasta que es leído en voz alta. En el plano escrito, las palabras nos evocan significados y nosotros lo completamos, pero en el plano oral, las palabras no solo evocan significados, sino que nos tocan, y vuelvo aquí a Maturana, y adquieren la capacidad de golpearnos o de abrazarnos, según sea la intensión. Es en este plano en que ponemos nuestro Yo verdaderamente en relación a otro, lo confrontamos con la carga emocional y política que nuestra obra posee, y reafirmamos nuestra existencia. No hay nada que reafirme nuestra condición y nuestra existencia como el decir: “Estoy aquí, y esta es mi palabra”. Ya decía la biblia, fantástico libro de ficción, que en el comienzo fue el verbo y luego el verbo se hizo carne. Al verbalizar estamos materializando la realidad que creamos en nuestros textos, y es esto justamente la tarea a la que invito a los aquí presentes.
Rasgarse la voz con la tierra en las uñas es el mínimo gesto que todo hombre y toda mujer se debe a sí mismx.

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