Humberto
Maturana es un destacado biólogo y filósofo chileno, reconocido mundialmente
por introducir el concepto de autopoiesis
en las ciencias. Sin ánimo de alejarme del punto central que nos convoca hoy,
definamos brevemente este concepto: es la cualidad de un sistema capaz de
reproducirse y mantenerse por sí mismo. Hace unos años, en una conferencia que daba
Maturana en el Parque Quinta Normal, le preguntaron por el lenguaje como parte
del proceso autopoiético del ser humano, el lenguaje como formador de naciones
y tradiciones. La necesidad de comunicar para reafirmar la existencia, el Yo
proyectado en relación, materializado. Respondió el biólogo que las palabras
literalmente nos tocan, que el sonido viaja en ondas que nos atraviesan y que
tocan nuestros oídos. De esta forma, la audición derivaría del tacto, y
nuestros oídos serían herencia de las agallas que los peces poseen y que les
permiten percibir las vibraciones del agua.
Es
justamente a partir de esta idea que quisiera comenzar. Me llama profundamente
la atención el carácter simbólico que nos presenta Maturana con esta analogía.
De alguna forma, nos recuerda desde la biología la capacidad que posee la
palabra hablada para conmovernos, como si de un golpe o una caricia se tratara.
Hoy, al momento de escribir, hemos olvidado el carácter táctil de las palabras,
encerrándolas en las páginas de un libro y despojándolas de su dimensión oral.
Abrazamos al significante y al significado, pero relegamos a un segundo plano
los fonemas. Desde el nacimiento de la imprenta, la divulgación de la poesía
mediante la vía oral se ha ido perdiendo paulatinamente, e incluso hemos
llegado a ver (y escuchar) a poetas y escritores/as que se rehúsan abiertamente
a leer sus textos, ya sea por negligencia en la ejecución, ya sea por falta de
interés. Se ha rebajado lo oral hacia una especie de arte menor, popular en un
sentido peyorativo, que creo necesario erradicar.
La
escritura en general, y la poesía en particular, es un arte de oficio que, como
su vocablo griego lo define, tiene que ver con la fabricación o composición de
un artefacto, al igual como el artesano que se dedica a hacer una vasija de
greda. El poeta va construyendo su texto eligiendo las palabras adecuadas para
la construcción de significados e imágenes simbólicas que logren dar cuenta de
lo que el lenguaje cotidiano no es capaz de abarcar. Si la vasija/poema queda
con su base chueca, el agua se derrama y el poema no funciona. Así, ninguna
palabra está puesta al azar, lo que hace que, como escuché decir alguna vez:
“un buen poema no es nunca parafraseable”. Ahora bien, no solo la elección de
las palabras precisas es importante, sino también el corte de versos, no solo
en versos que adhieren a una métrica específica, sino también el verso libre.
El corte de versos nos va marcando un ritmo, una cadencia, marca que está dada
justamente para su lectura en voz alta. De ahí que cortar bien o mal un verso
sea tan peligroso como echarle sal al café. Un verso mal declamado puede matar
una imagen e incluso al poema completo. Algo similar ocurre en la escritura en
prosa. El manejo de la puntuación está dado para que el escritor guíe al lector
dentro de su ritmo escritural. Las comas, los puntos seguidos y apartes, dan
cuenta de la intención de voz de quien escribe, incluso si no estamos
escuchándolo. Es así como nos vamos adentrando en un texto, pienso en grandes
narradores como Faulkner o Borges, ambos genios en plasmar el ritmo al lector.
El autor nos revela su voz a través de la escritura porque él mismo está
escuchándose al escribir.
Existen
tradiciones, como la árabe, y específicamente la palestina, en que la poesía no
se concibe separada de su declamación. Justamente esta tradición nos ha
regalado a poetas excepcionales en el arte de recitar, como Mahmoud Darwish o,
actualmente, Rafeef Ziadah, poetas despojados de su lengua y tierra natal que
ven en la poesía una revancha.
No
es casual que la dimensión oral de un texto cobre tamaña relevancia en lugares
en que la opresión es pan de cada día. Es aquí donde se manifiesta una
extensión política que sobrepasa el contenido de un texto, y la traslada al
momento de su “puesta en escena”. (Digo puesta en escena entre comillas, ya que
no estamos hablando aquí de textos dramatúrgico en los que su finalidad es ser
representados por actores. Estamos entendiendo aquí puesta en escena como el
momento en que un poeta o escritor/a se hace cargo de su obra frente a un
público.) Alzar la voz, literalmente, se torna así un gesto político que todo
poeta debiese hacer suyo. Aunque los ojos sean capaces de leer un texto, y
nuestra mente de codificar esos grafemas y darles un significado, el sentido
real, su dimensión completa no está realmente abarcada hasta que un texto se
nos presenta declamado. Es mediante este gesto que se venga el silencio
impuesto por siglos. Cuando un texto es leído por su autor, este debe hacer
hincapié en cada una de las voces que componen ese texto, sus lecturas, sus rabias,
sus muertos, sus penas e inseguridades, sus motivaciones, y plasmarlas en la
lectura para que quien escucha entienda todo lo que habita en un texto. Un
escrito que en su declamación no da cuenta del sentir de quien escribe, es un
texto incompleto, manco. Y voy más allá, un texto no está completo hasta que es
leído en voz alta. En el plano escrito, las palabras nos evocan significados y
nosotros lo completamos, pero en el plano oral, las palabras no solo evocan
significados, sino que nos tocan, y vuelvo aquí a Maturana, y adquieren la
capacidad de golpearnos o de abrazarnos, según sea la intensión. Es en este
plano en que ponemos nuestro Yo verdaderamente en relación a otro, lo
confrontamos con la carga emocional y política que nuestra obra posee, y reafirmamos
nuestra existencia. No hay nada que reafirme nuestra condición y nuestra
existencia como el decir: “Estoy aquí, y esta es mi palabra”. Ya decía la
biblia, fantástico libro de ficción, que en el comienzo fue el verbo y luego el
verbo se hizo carne. Al verbalizar estamos materializando la realidad que
creamos en nuestros textos, y es esto justamente la tarea a la que invito a los
aquí presentes.
Rasgarse
la voz con la tierra en las uñas es el mínimo gesto que todo hombre y toda
mujer se debe a sí mismx.
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