Jorge Luis Borges. Sólo el nombre de este escritor despierta las más diversas opiniones en torno a su literatura y persona. La polémica parece estar unida a este argentino, el cual irrumpe en la escena literaria latinoamericana en 1923 mediante su poesía ultraísta, movimiento que buscaba crear nuevas metáforas, y que llevará a Borges a fundar la revista Proa, en 1924. Luego, por su participación en el diario Crítica, en un suplemento ligado a la cultura de masas. Por sus ensayos publicados en la revista Sur, generó una relación tanto de amor como de odio con los críticos y escritores de Sudamérica. Mucho se ha escrito sobre sus ficciones. Las teorías sobre su narrativa abundan y la bibliografía crítica en torno a su persona y obra es casi tan extensa como la de Shakespeare y Cervantes.
Cuando hacemos una revisión de lo que se ha escrito y dicho sobre Borges, tres son las posiciones que priman. La primera, aquella que lo critica por su europeísmo. Dice Rodríguez Monegal, refiriéndose a una camada de jóvenes escritores argentinos de 1955, que siguen lo propuesto en 1942 por Giusti:
Para aquellos jóvenes, Borges representaba una literatura desarraigada, una literatura “no comprometida” y bizantina, una literatura de espaldas al país y a la América Latina. Ellos [...] acusaban a Borges de no ser bastante argentino. Es decir, latinoamericano. […] Se le pedía indiscretamente que se volviera a Europa y dejara la Argentina a los argentinos. (187)
Esta primera posición critica la falta de temáticas puramente latinoamericanas en su narrativa, su falta de compromiso político con la Argentina; en pocas palabras, se le critica el no ser un escritor latinoamericanista.
La segunda posición, tal vez la más extendida, que surge respecto a Borges es la de encasillarlo dentro de la llamada narrativa cosmopolita (Ángel Rama, Rodríguez Monegal, C. Vallejos, etc.) sin un afán de crítica. Esta postura entiende a Borges como un escritor que no se encierra en su cultura, sino que escribe desde la universalidad, sin un origen determinable, es decir, que no trata temáticas de su entorno inmediato, sino que simplemente escribe ficciones; esta postura es la que se preocupa de estudiar a Borges dentro del ámbito de la ficción, sin detenerse en la pregunta sobre aspectos latinoamericanos en su narrativa. Un clásico ejemplo de análisis de esta posición es la de leer su obra de forma biográfica[1], entendiendo esto, claro está, como biografías ficcionadas.
Hay una tercera postura, que busca situar a Borges como un escritor que produce siempre desde una posición latinoamericana, sin necesidad de abundar en el color local para mostrar su origen. Recordemos que Borges, en su ya tradicional ensayo “El escritor argentino y la tradición”, dice que lo que prueba la naturaleza árabe del Corán, es la ausencia de camellos. Con esta sentencia, irónica por cierto, “Borges razona la necesaria e inevitable prescindencia de color local en lo verdaderamente nativo.” (Contreras, 36). Precisamente en esta tercera postura es en la cual se centrará este ensayo. Intentar indagar en sus ficciones, pero buscando siempre dónde radica lo latinoamericano de Borges.
Encontrar rasgos de intertextualidad[2] en la narrativa borgeana no es una empresa original, ni mucho menos; pero sí lo es cuando, a partir de esta red intertextual, logramos averiguar cuánto de verdad y cuánto de mito posee la categorización de Borges dentro de lo “europeísta”. Propongo ver las intertextualidades presentes en Borges como la columna vertebral de sus ficciones, esto quiere decir que, a partir de un aparato intertextual, Borges logra construir sus relatos ficticios.
Mediante el análisis del diálogo de la narrativa borgeana con narrativas europeas y orientales, buscaré trabajar la postura borgeana respecto a la identidad latinoamericana, postura que estaría camuflada en el modo de tratar la tradición extranjera presente en sus ficciones. O, en otras palabras, podríamos decir que lo latinoamericano de Borges radicaría, no en sus temáticas, sino en la forma de abordarlas. Esta postura borgeana estaría teñida de un espíritu trasgresor, en cuanto trataría temáticas extranjeras pero sometiéndolas a pequeñas modificaciones, dando así un vuelco en estas.
Ahora, contextualicemos. América, desde que se conoció como tal, se vio forzada al intercambio cultural; ahora, la forma en que se aborda ese intercambio parece ser la clave. El mexicano Alfonso Reyes, intelectual que influye en Borges y amigo de éste, dice:
[...] nuestra mentalidad, a la vez que tan arraigada a nuestras tierras [...] es naturalmente internacionalista. [...] porque hemos tenido que ir a buscar nuestros instrumentos culturales en los grandes centros europeos, acostumbrándonos así a manejar las nociones extranjeras como si fueran cosa propia. (87).
En esta afirmación del mexicano, vemos que, en este sentido, el individuo americano estaría con ventaja por sobre el europeo, en tanto que, sabedor de su propia cultura, además posee conocimientos sobre lo otro, es decir, sobre la tradición extranjera. El individuo americano estudia desde sus primeros años de formación a Europa, los sistemas de Gobierno son una adaptación de los modelos europeos, etc. Así, familiarizados con el viejo mundo (el llamar así a Europa es un reflejo de lo que estoy diciendo), debemos asumir una forma de llevar este inevitable intercambio. Para esto, Reyes habla de la síntesis cultural: “[...] un nuevo punto de partida, una estructura entre los elementos anteriores y dispersos, que [...] es trascendente y contiene en sí novedades.” (88). De esta forma, y siguiendo la idea de Reyes, el individuo americano poseería la facultad para adoptar elementos ajenos, mezclarlos con los propios, y crear así una síntesis, que no será poco americana o europeísta, sino que será el comienzo de una nueva cultura, producto de asumir la doble raíz americana.
Según Ángel Rama en su ensayo Transculturación narrativa en América Latina, en un continente como América, marcado por el intercambio cultural, tres son las posibilidades: sucumbir ante la imposición de una cultura dominante; aferrarse a la propia cultura, cerrando cualquier posibilidad de intercambio; o crear, mediante un proceso de selección en el que se adopten rasgos de uno y otro lado, una literatura independiente. Rama denomina a esta tercera posibilidad transculturación, adoptando este término del cubano Fernando Ortiz:
Entendemos que el vocablo transculturación expresa mejor las diferentes fases del proceso transitivo de una cultura a otra, porque éste no consiste solamente en adquirir una cultura [...], sino que el proceso implica también necesariamente la pérdida o desarraigo de una cultura precedente, lo que pudiera decirse una parcial desculturación, y, además, significa la consiguiente creación de nuevos fenómenos culturales que pudieran denominarse neoculturación. (33).
Así, entendemos transculturación como el proceso que, a partir de un intercambio cultural, produce una nueva cultura que es capaz de seleccionar y modificar la tradición cultural foránea y, a la vez, reforzar la propia cultura, al mostrarse selectiva en los rasgos que se adoptarán. Rama se acerca a una definición de lo que podríamos llamar una naturaleza latinoamericana que: “[...] es un producto largamente transculturado y en permanente evolución.” (34). América, continente transculturado, capaz de mostrarse permeable sin perder su esencia en el proceso. El sólo hecho de referirnos a América, al sólo pronunciar este nombre, estamos denominando a este continente como lo llamaron sus conquistadores. Es decir, en el nombre América yace implícita su raíz doble, su nacimiento a partir de un cruce de culturas, de un padre europeo y una madre nativa de este continente.
Si bien hasta el momento he ido haciendo una revisión sobre la mentalidad latinoamericana en general, me gustaría detenerme en la concepción de individuo con la cual estaré identificando a Borges. Si el escritor latinoamericano, en cuanto individuo, asume su raíz doble, se aleja de la inmediatez de su entorno y se hace consciente de las posibilidades que ofrece el abrirse, estará ampliando su campo cultural. Grínor Rojo en su ensayo Globalización e identidades nacionales y postnacionales… ¿de qué estamos hablando?, a propósito del individuo hegeliano, al cual pone en relación con el individuo latinoamericano, dice: “[...] esa persona podrá conducirse también desde un polo alternativo, que no es el que se le presentó en primer término [...] manifestarse desde su propia diferencia, desenvolverse contradictoriamente y por lo tanto modificar lo que es.” (26). A esto, agregará más adelante, al poner al individuo en contacto con el otro, con su prójimo-próximo: “[...] le va a permitir desmarcarse de la relación que mantiene con aquel referente suyo y cambiarlo.” (38). Es decir, el individuo hegeliano, al ponerse en contacto con un “otro”, tendrá la capacidad de evitar la influencia (con toda la carga negativa que subyace en esta palabra). Se mostrará crítico con lo “otro” y, a la vez, podrá optar por desmarcarse de lo inmediato, de su propia cultura. Con este doble distanciamiento, el individuo se hace autónomo, conciente de sus propias capacidades, se hace cargo de lo que adoptará y de lo que desechará para con su persona, además de asumir un espíritu crítico y de transformación sobre eso “otro”. Entonces, identificando a Borges con este individuo, cabría entenderlo como un sujeto que se desmarca de lo latinoamericano clisé, pero que sitúa su mirada siempre desde Latinoamérica. Esta sería una mirada transculturada, mas no aculturada, que acepta los referentes externos, pero para modificarlos, creando así una síntesis cultural. En otras palabras, Borges hablaría desde su diferencia, dada por su condición de latinoamericano, desmarcándose de las tradiciones y modificándolas.
Borges escribió, a propósito de Kafka, que cada escritor crea a sus precursores. Es tal vez en esta línea en la que haya que mirar las constantes citas intertextuales presentes en su obra. Una forma de aceptar la cultura externa, ya sea tradición nacional o cultural foránea, pero hacerla desde su posición de individuo Borges.
Entramos con este punto en un tema de suma importancia: la relación de Borges con la tradición literaria argentina. Borges, nacido a finales del siglo XIX, se vio enfrentado a los mayores exponentes de esta tradición. Partiendo por Sarmiento, pasando por Hernández, y llegando a Lugones, Borges dialoga con esta tradición, le contesta, como veremos en el análisis del cuento “El fin”. Facundo o civilización y barbarie en las pampas argentinas, texto fundacional en la Argentina, fue editada en 1845 en Santiago de Chile. Esta novela-estudio comienza con una cita en francés, y abunda en disgregaciones que apuntan a ensalzar una ampliación de la cultura, en desmedro de la barbarie propia de las provincias argentinas. El Facundo, en su afán de culturizar (europeizar), de ser remedio contra la barbarie, hace de sí un aparato de citas, lo cual se hará la tónica de la tradición literaria argentina decimonónica. En este sentido, Borges estaría dialogando con la tradición inaugurada en el siglo XIX con Sarmiento; una tradición que buscará interpretar y comprender la propia nación, para luego culturizarla según parámetros europeos, de ahí que abunden citas y comentarios sobre Europa. Recordemos también el contingente de maestras estadounidenses que Sarmiento llevó a Argentina, para “civilizar” a sus compatriotas. Los epígrafes que aparecen en el Facundo son de pensadores y científicos europeos cuyos nombres Sarmiento nombra, mirando a estos como modelo a seguir para superar la barbarie. Mediante esta red de textos extranjeros, Sarmiento busca legitimar su discurso y legitimarse a él mismo como autor. Escribe un libro que se amolda a la cultura europea mediante la cita y el epígrafe. O dicho en palabras de Piglia: “Bastaría hacer la historia del sistema de citas, referencias culturales, alusiones, plagios, traducciones, pastiches que recorre la literatura argentina desde Sarmiento hasta Lugones para ver hasta qué punto Borges exaspera y lleva a la parodia y al apócrifo esa tradición”. (64). Es decir, Borges toma la tradición argentina del XIX, su referente inmediato, y la pervierte. Sarmiento trabaja con materiales culturales europeos y tiene por objetivo un manejo de la cultura elevada (lo cual es irrisorio si pensamos que la cita en francés, con la cual comienza su novela, es apócrifa). Así, para el período en el que crece el Borges intelectual: “Hay que hacer una nueva lectura de la tradición. Borges avanza: hay que retomarla y pervertirla.” (Sarlo, 44). Borges retoma el sistema de citas, de alusiones, de diálogo con otras culturas, pero las somete a un cambio único. Mediante la abundancia de citas falsas, de alusiones apócrifas, Borges modifica la tradición que imperaba hasta el XIX: “[...] exaspera y lleva al límite, casi a la irrisión, ese uso de la cultura, lo vacía de contenido, lo convierte en puro procedimiento. En Borges la erudición funciona como sintaxis, es un modo de darles forma a los textos.” (Piglia, 80). Es decir, cierra esta tradición al saturarla: “[...] es la expresión del cierre y de la transformación [...]” (64).
Creo importante recalcar un punto sobre Borges que me parece fundamental. A mi parecer, la erudición en Borges no apunta a un saber puramente culto, sino que se apega más a un saber popular, un saber recogido en textos de divulgación, en traducciones de segunda mano, en relatos orales. Por eso Borges se siente cómodo en un género menor como el cuento, pues se asemeja más a la tradición oral, y por ende popular. Tal vez, es en este punto, donde vemos un primer rasgo latinoamericano. Para Borges: “Lo narrativo está en las formas orales precapitalistas de la narración, diría yo, que encuentran su continuidad en las formas breves, en lo épico, en los géneros menores [...].” (Piglia, 155). Borges adopta un estilo semejante a un divulgador, es decir, hace uso de un saber aprendido en manuales, en enciclopedias, y los divulga. Por eso ese rastro de oralidad que percibimos en sus cuentos. Vemos en estos una condensación de erudición al alcance de todos, una especie de “enciclopedia popular”. De ahí se entiende su relación con la revista Crítica.
Habiendo, hasta el momento, trabajado la noción de transculturación, que explicaría el por qué del diálogo cultural en Borges; el concepto de síntesis, que explicaría el proceso que llevaría a cabo el argentino; y la relación de Borges con la tradición literaria de su propio país, nos faltaría explicar una última noción que será aplicada para entender a cabalidad lo latinoamericano en la narrativa borgeana.
Dijimos, a modo de hipótesis, que Borges se distancia tanto de su propia tradición (la decimonónica argentina), como de la tradición extranjera con la cual trabaja en sus relatos, bajo la forma de la intertextualidad. Por ende, podríamos decir que el individuo borgeano se sitúa en el medio, en un margen, en el límite; o como dice Beatriz Sarlo, en las orillas. ¿A qué se refiere Sarlo cuando habla de Borges como un escritor en las orillas?: “Colocado en los límites (entre géneros literarios, entre lenguas, entre culturas), Borges es el escritor de las “orillas”, un marginal en el centro.” (16). Esta posición, en el límite, sitúa al individuo en lo que Deleuze llamará el pliegue, lugar en que se manifiesta una duplicidad ejercida por ambos polos: “[...] La duplicidad del pliegue se reproduce necesariamente en los dos lados que el pliegue distingue, pero que, al distinguirlos, relaciona entre sí: escisión en la que cada término remite al otro, tensión en la que cada pliegue está tensado en el otro.” (Citado por Sarlo, 85). En Borges, situado en este pliegue, un término sería la cultura extranjera y el otro la tradición decimonónica. Al estar situado en este punto de tensión, la relación que mantendrá será reflejo de un espíritu en conflicto, crítico con ambas caras del pliegue. El individuo Borges se enfrentará a las tradiciones, produciendo modificaciones en estas, desde su posición orillera.
Esta postura de “orillero” desde la cual hablaría Borges se irá revisando en el análisis de sus cuentos, una postura que estaría reflejada en su modo de tratar las tradiciones culturales extranjeras y las propias. Un doble distanciamiento, a nivel cultural (literaturas y filosofías extranjeras) y a nivel de época (tradición literaria argentina del XIX). Es en este doble distanciamiento, en esta postura orillera de Borges en la cual pretendo encontrar ese ser latinoamericano tantas veces negado a su figura intelectual.
Así, en el presente ensayo se analizarán cinco cuentos de Borges, correspondientes a distintas etapas de su narrativa. Los relatos que se analizarán serán “Funes el memorioso”, “El fin”, “La muerte y la brújula” (Ficciones); “El tintorero enmascarado Hákim de Merv” (Historia Universal de la infamia); y “La casa de Asterión” (El Aleph). En cada relato se buscará encontrar con qué texto estaría dialogando, se analizará ese diálogo particular, y se irá revisando la postura que toma el individuo borgeano con respecto a la tradición europea y argentina.
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“Cayó la hoja y olvidó el olvido...”
(Li Wan Tzu)
El primer cuento a analizar será “Funes el memorioso” de 1942, publicado en el libro Ficciones. En este cuento, Borges relata la historia de Ireneo Funes, un uruguayo, habitante de Fray Bentos (provincia rural del Uruguay) que, luego de tener un accidente, se ve preso de su memoria a tal punto que es capaz de recordar todo con lujo de detalles: “Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol, de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado.” (133). La interpretación más aceptada de este cuento es la de una gran metáfora del insomnio[3], pero propongo descubrir una intertextualidad que le da otra dimensión al texto, además de la antes mencionada.
Ya en la segunda página del relato, Borges introduce un comentario de Pedro Leandro Ipuche (acaso otro personaje ficticio, otra alusión falsa) sobre Ireneo, que no me parece casual: “[...] ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres, “un Zarathustra cimarrón y vernáculo” [...]” (124). ¿Por qué transcribe Borges este comentario? Creo que mediante este breve comentario, Borges nos da una primera clave de lectura para su cuento. Funes es comparado con Zarathustra, quien, como sabemos, es utilizado por Nietzsche para dar a conocer su teoría del superhombre. Ahora, ¿por qué Nietzsche? El filósofo alemán, en su ya célebre ensayo Sobre verdad y mentira en el sentido extramoral hace una crítica al carácter abstracto y general del lenguaje humano:
Todo concepto se forma por equiparación de casos no iguales. Del mismo modo que es cierto que una hoja no es igual a otra, también es cierto que el concepto hoja se ha formado al abandonar de manera arbitraria esas diferencias individuales, al olvidar las notas distintivas, con lo cual se suscita entonces la representación, como si en la naturaleza hubiese algo separado de las hojas que fuese la “hoja”, una especie de arquetipo primigenio a partir del cual todas las hojas habrían sido tejidas, diseñadas, calibradas, coloreadas, onduladas, pintadas, pero por manos tan torpes, que ningún ejemplar resultase ser correcto y fidedigno como copia fiel del arquetipo. (4).
Vemos aquí cómo Nietzsche plantea como condición fundamental para la creación de conceptos (unidad básica del lenguaje humano), la del olvido de las notas distintivas, es decir, la omisión de las diferencias entre objetos que se clasifican bajo el mismo concepto o arquetipo. Así, mediante este olvido conciente, el ser humano logra la construcción del lenguaje. Es gracias al olvido de estas diferencias individuales que el ser humano logra representar la realidad en el lenguaje (recordemos la convención de Saussure). Para Nietzsche, por cierto, nada más lejos de la realidad que este lenguaje, nada menos representativo de la realidad que el lenguaje humano. El hombre: “generaliza en primer lugar todas esas impresiones en conceptos más descoloridos, más fríos, para uncirlos al carro de su vida y de su acción.”(Nietzsche, 5). Funes no es capaz de olvidar, no puede generalizar, y se ve imposibilitado de cualquier acción (Ireneo queda tullido tras el accidente). La realidad se le presenta, en toda su inmensidad, abarcable; el presente, “casi intolerable de tan rico y tan nítido” (Borges, 130). Así, Funes comienza a personificar a este Nietzsche cimarrón y vernáculo, a este superhombre de Fray Bentos, a este Zarathustra en versión uruguaya.
A medida que avanza el relato, Borges cuenta su larga conversación con Ireneo, en la cual este le informa sobre un sistema original de numeración. Este sistema, inventado por Funes, consiste en el siguiente: “En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril. [...] Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marca [...]” (132), y agrega: “Yo traté de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario de un sistema de numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades; análisis que no existe en los “números” El Negro Timateo o manta de carne. [...] no quiso entenderme.” (133). Vemos, en la primera de estas citas, un reflejo de la capacidad de creación que ha alcanzado Funes, una capacidad que le permite dejar de lado la lógica, derrumbar “el gran edificio de los conceptos [...] el rigor y la frialdad peculiares de la matemática.” (Nietzsche, 5). La mente de Funes, si bien abigarrada de recuerdos, es capaz de crear un sistema numérico como si para él fuese un juego, un ejercicio de combinatorias audaces, pequeños destellos de lucidez extrema. Este presente que, desde el accidente, se le ha presentado nítido y nutrido, ha sido en realidad por un cambio en su sensibilidad, en su capacidad de intuición. Funes se ha vuelto absolutamente permeable, es decir, no es capaz de seleccionar sus recuerdos, estos vienen a él, se le abalanzan, lo penetran y se quedan por siempre.
Por otra parte, vemos que en la segunda de estas citas, Borges replica a Funes su falta de lógica. En vano, intenta hacer que Ireneo piense matemáticamente, es decir, mediante abstracciones; pero para este “Nietzsche” uruguayo, destruir las abstracciones pasa a ser una naturalidad. En palabras de Nietzsche:
Ese enorme entramado y andamiaje de los conceptos al que de por vida se aferra el hombre indigente para salvarse, es solamente un armazón para el intelecto liberado y un juguete para sus más audaces obras de arte y, cuando lo destruye, lo mezcla desordenadamente y lo vuelve a juntar irónicamente, uniendo lo más diverso y separando lo más afín, pone de manifiesto que no necesita de aquellos recursos de la indigencia y que ahora no se guía por conceptos, sino por intuiciones. (10).
Así, Borges sería el “hombre indigente” nietzscheano; y Funes estaría encarnando al “intelecto liberado”. Borges (dejemos en claro que hemos estado hablando aquí de Borges como personaje dentro del cuento, no del escritor), en lo que podríamos llamar su defensa ante el abismo de la mente permeable, deja ver su postura. Si la mente se vuelve incapaz de abstraer, de generar conceptos arbitrarios, será incapaz de pensar. Si la mente sólo puede memorizar, será sólo una mente ilustrada. Dice Borges: “Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.” (135). Encontramos aquí una temática muy borgeana, la idea de la biblioteca como un lugar que lleva a la muerte, la erudición como un laberinto infernal, en el cual la felicidad nunca se encuentra; “[...] a la larga prevalece la idea de que la biblioteca, los libros, empobrecen y las vidas elementales de los hombres simples son la verdad.” (Piglia, 84).
Funes ha pasado de ser un hombre que corría por las altísimas veredas de ladrillos, a estar encerrado en una habitación oscura, estudiando Latín y Griego, memorizando, recordando, incapaz de pensar. Así, Borges, si bien reconoce la grandeza de Funes (y por ende, valora la propuesta de Nietzsche), responde al filósofo alemán, situándolo mediante su personaje, en un abismo en que la sensibilidad extrema, la sujeción a la inmediatez y a la memoria, se hacen insoportables. Si el ser humano viviese en esa condición, sería un solitario amenazado por la realidad. No habría cabida para el regocijo de lo experimentado, ya que el sólo recuerdo de esa experiencia sería entrar en un abismo de recuerdos intolerables para el hombre.
Tal vez, la clave final que encontramos en el relato de Borges, esté dada por la forma en la que muere Funes. De haber encarnado al superhombre, de haber sido la personificación de este intelecto liberado, pasa a morir como cualquier hombre simple. La grandeza de su memoria no lo redime de su condición humana ordinaria: Ireneo muere de una congestión pulmonar. Esta muerte, que podría haber sido cualquier otra, ya que en su simplicidad radica lo humano, anula cualquier pretensión de superhumanidad. Con esto, Borges desarticula la propuesta nietzscheana, se hace cargo de ella, la aborda y la pervierte.
Es en este gesto, en este vuelco de Borges, en el que vemos una muestra de su visión latinoamericana, en cuanto es esta la que le permite dialogar con una tradición extranjera sin necesidad de deberle un respeto especial, porque “donde los escritores europeos se angustian por el peso de sus antecesores, los rioplatenses se sienten libres de parentesco obligado.” (Sarlo, 63). Es decir, mediante esta respuesta, Borges logra que su literatura dialogue de igual a igual con la literatura occidental. Borges “corrige” ideas europeas, sin sentirse dependiente de estas, se mueve con la libertad que le da ser latinoamericano, camina sobre una línea que le permite manejar conceptos ajenos, y a la vez, producirles modificaciones, discutirlos y rebatirlos.
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“He dreamed with those rings of fire
above his mind...and never woke up again.”
(I. S. Miller)
El próximo cuento a analizar será “La muerte y la brújula” de 1942, también publicado en su libro Ficciones. En este relato, el cual, sin duda alguna podríamos alinear al denominado género policial, Borges cuenta los últimos meses de Erik Lönnrot, detective a cargo de una serie de asesinatos. Lönnrot encarna al clásico detective de la novela policial, de hecho, el mismo Borges lo define como “[...] un puro razonador, un Auguste Dupin, pero algo de aventurero había en él y hasta de tahúr.” (154) Mediante esta comparación con Dupin, detective creado por Poe, acaso el maestro del policial, Borges tienta un acercamiento inevitable con la tradición de este género.
Pero antes de entrar de lleno en el relato del argentino, veamos cuáles son las características del género policial clásico. Para Piglia: “Las reglas del policial clásico se afirman sobre todo en el fetiche de la inteligencia pura. Se valora antes que nada la omnipotencia del pensamiento y la lógica imbatible de los personajes encargados de proteger la vida burguesa. (60). Este personaje encargado de proteger la vida burguesa sería el detective Lönnrot. Amar Sánchez, académica argentina, en el capítulo II de su texto Juegos de seducción y traición: literatura y cultura de masas, expone que este género: “[...] nació en el siglo XIX estrechamente ligado a la modernidad y a la racionalidad positivista: su fe en el sistema y en el orden legal, en el triunfo de la razón y la lógica [...].” (47). Así, entendemos el género policial como una vindicación del pensamiento lógico, como un estandarte del triunfo de la razón, encarnado en el detective.
En el cuento de Borges, el argumento comienza con el asesinato del doctor Marcelo Yarmolinsky, la noche del 3 de diciembre. Al llegar a la escena del crimen, Lönnrot discute con el comisario Treviranus sobre el motivo del asesinato:
-No hay que buscarle tres pies al gato- decía Treviranus blandiendo un imperioso cigarro-. Todos sabemos que el Tetrarca de Galilea posee los mejores zafiros del mundo. Alguien, para robarlos, habrá penetrado aquí por error. Yarmolinsky se ha levantado; el ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?
-Posible, pero no interesante- respondió Lönnrot-. Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado, interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón. (155).
En esta breve discusión entre Treviranus y Lönnrot, vemos cómo el segundo deshecha la tesis del primero por estar supeditada al azar. Lönnrot se niega a que el azar sea el responsable de este primer crimen. En cambio, propone una lectura digna de un razonador puro, explicación rabínica para el asesinato de un rabino. La lógica que representa Lönnrot se hace manifiesta en sus investigaciones, ya que, al encontrar una sentencia inconclusa en la máquina de escribir, que rezaba: “La primera letra del Nombre ha sido articulada.”, el detective pide los libros del doctor Yarmolinsky para estudiarlos, y así encontrar la causa del crimen. Días después, un periódico publica que Lönnrot estudia los nombres de Dios para dar con el asesino.
El segundo asesinato ocurre justo un mes después, la noche del 3 de enero. La víctima es Daniel Simón Azevedo, arrabalero ladrón, el cual es apuñalado en el pecho. En la pared contigua al cuerpo sin vida, se lee nuevamente la inscripción: “La segunda letra del Nombre ha sido articulada.” Con esto, Lönnrot se siente bien encaminado en su investigación, ya que, por lo visto, los crímenes están conectados.
El tercer crimen ocurre la noche del 3 de febrero. El comisario Treviranus recibe una llamada en la que le prometen información acerca de los “sacrificios” de Yarmolinsky y Azevedo. Cuando Treviranus logra localizar el lugar desde el cual hicieron la llamada, emprende el rumbo en esa dirección, y le refieren los hechos. El hombre que lo llamó fue secuestrado, en su habitación se encuentra una gran estrella de sangre, y nuevamente se deja una frase escrita: “La tercera letra del Nombre ha sido articulada.” Además, se encuentra un ejemplar del Philologus hebraeograecus de Leusden, lo que obliga a Treviranus a llamar a Lönnrot. Los tres crímenes parecen estar conectados. Pero Treviranus no se convence, y le dice a Lönnrot: “-¿Y si la historia de esta noche fuera un simulacro?” (162), a lo que Lönnrot contesta con una sonrisa y una cita: “El día hebreo empieza al anochecer y dura hasta el siguiente anochecer.” (162). Esta cita que lee Lönnrot, al parecer insignificante, adelanta el desenlace del cuento. Mediante esta frase, Lönnrot se acerca a lo que será su final, al cual lo conduce su racionalismo extremo.
Treviranus recibirá, la noche del primero de marzo, un sobre con un mapa de la ciudad en él. Se anuncia en la carta adjunta que no se producirá un cuarto crimen, puesto que los tres asesinatos anteriores y sus respectivas locaciones, dibujan los vértices de un triángulo equilátero perfecto. Treviranus envía esta carta y el plano a Lönnrot, tal vez el verdadero destinatario. Lönnrot comienza a estudiar bien la carta y el plano, comprueba la equidistancia tanto temporal como espacial de los tres crímenes: “Sintió, de pronto, que estaba por descifrar el misterio. Un compás y una brújula completaron esa brusca intuición.” (163). Vemos, hasta aquí, que el relato de Borges no difiere mucho de los clásicos relatos policiales. El detective lógico, mediante su estudio de temas relacionados con los crímenes, se apresta a resolver la serie de asesinatos; algo que la policía, representada en Treviranus, no ha conseguido, lo que nuevamente dialoga con la tradición del policial. Recordemos que en los relatos de Poe, la policía se muestra siempre como incompetente. Como lectores, nos acercamos a la resolución del sistema, al cumplimiento de la ley y de la verdad. Al triunfo de la razón por sobre la barbarie. Pero no. El quiebre de Borges comienza aquí, en el final de su relato.
Lönnrot adivina un cuarto crimen, basado en sus lecturas. Este ocurrirá en la quinta de Triste-le-Roy. Se dirige hacia allá, seguro de resolver la serie de crímenes. Entra en la quinta, que en su arquitectura adelanta el horroroso final que le espera. Sin que alcance a reaccionar, es reducido por dos hombres. Ya maniatado, Scharlach, ladrón que había jurado vengarse de Lönnrot, comienza su sentencia:
El primer término de la serie me fue dado por el azar. Yo había tramado con unos colegas [...] el robo de los zafiros del Tetrarca. Azevedo nos traicionó [...] En el enorme hotel se perdió; hacia las dos de la madrugada irrumpió en el dormitorio de Yarmolinsky. Este, acosado por el insomnio, se había puesto a escribir. Verosímilmente, redactaba unas notas o un artículo sobre el Nombre de Dios; había escrito ya las palabras La primera letra del Nombre ha sido articulada. Azevedo le intimó silencio; Yarmolinsky alargó la mano hacia el timbre que despertaría todas las fuerzas del hotel; Azevedo le dio una sola puñalada en el pecho. [...] A los diez días yo supe por la Yidische Zaitung que usted buscaba en los escritos de Yarmolinsky la clave de la muerte de Yarmolinsky. Leí la Historia de la secta de los Hasidim; supe que el miedo reverente de pronunciar el Nombre de Dios había originado la doctrina de que ese Nombre es todopoderoso y recóndito. Supe que algunos Hasidim, en busca de ese Nombre secreto, habían llegado a cometer sacrificios humanos... Comprendí que usted conjeturaba que los Hasidim habían sacrificado al rabino; me dediqué a justificar esa conjetura.
Marcelo Yarmolinsky murió la noche del 3 de diciembre; para el segundo "sacrificio" elegí la noche del 3 de enero. Murió en el Norte; para el segundo "sacrificio" nos convenía un lugar del Oeste. Daniel Azevedo fue la víctima necesaria. Merecía la muerte: [...] para vincular su cadáver al anterior, yo escribí encima de los rombos de la pinturería La segunda letra del Nombre ha sido articulada.
El tercer "crimen" se produjo el tres de febrero. Fue, como Treviranus adivinó, un mero simulacro. Gryphius-Ginzberg-Ginsburg soy yo; una semana interminable sobrellevé (suplementado por una tenue barba postiza) en ese perverso cubículo de la Rue de Toulon, hasta que los amigos me secuestraron. Desde el estribo del cupé, uno de ellos escribió en un pilar La última de las letras del Nombre ha sido articulada. Esa escritura divulgó que la serie de crímenes era triple. Así lo entendió el público; yo, sin embargo, intercalé repetidos indicios para que usted, el razonador Erik Lönnrot, comprendiera que es cuádruple. Un prodigio en el Norte, otros en el Este y en el Oeste, reclaman un cuarto prodigio en el Sur; el Tetragrámaton -el nombre de Dios, JHVH- consta de cuatro letras; los arlequines y la muestra del pinturero sugieren cuatro términos. Yo subrayé cierto pasaje en el manual de Leusden: ese pasaje manifiesta que los hebreos computaban el día de ocaso a ocaso; ese pasaje da a entender que las muertes ocurrieron el cuatro de cada mes. Yo mandé el triángulo equilátero a Treviranus. Yo presentí que usted agregaría el punto que falta. El punto que determina un rombo perfecto, el punto que prefija el lugar donde una exacta muerte lo espera. Todo lo he premeditado, Erik Lönnrot, para atraerlo a usted a las soledades de Triste-le-Roy. (169-171).
En la declaración de Scharlach vemos reflejado cómo la mente razonadora de Lönnrot es la que finalmente lo lleva a la muerte. Su afán de buscarle “el tercer pie al gato” lo conduce a la quinta que hará de sepulcro de la razón lógica. Los crímenes, que Lönnrot conecta, son en realidad un montaje creado para hacerlo caer. La lógica del detective falla al no predecir su propia muerte. Con esto Borges acomete lo que representa: “[...] la máxima traición a la norma.” (Amar Sánchez, 55) del género policial: el asesinato del detective. Si el relato se había mostrado fiel a la tradición del género policial, en esta declaración final sufre un vuelco impensado. Con Auguste Dupin, se había comenzado con el mecanismo de narración en que el detective anunciaba su solución y luego explicaba el razonamiento que lo condujo a ello.[4] Pero Borges deja este mecanismo de narración a Scharlach, el asesino. Es este quien hace un monólogo para explicar al detective, no la solución del asesinato, sino la planificación del mismo. Borges invierte la resolución clásica, termina con la mera repetición de una fórmula, hasta ese momento, seguida por los escritores de este género: “La muerte y la brújula es el Ulysses del relato policial. La forma llega a su culminación y se desintegra.” (Piglia, 60). Mediante esta inversión, a todas luces brillante, se destruye para siempre el relato policial como se le conocía.
Borges abre, con esta traición al relato policial, lo que será la nueva tradición del género en América Latina. Tradición que será seguida por Puig, Leñero, Sasturain, Fonseca y Taibo, entre otros. Borges cuestiona el canon: la segura resolución del crimen por parte del detective, el castigo del culpable, el cumplimiento de la ley y de la justicia, el triunfo de la razón. Como lectores, reconocemos el código que dialoga con el policial clásico, pero a la vez vemos las distancias con respecto a este.
Así, vemos que Borges “traduce” el género y convierte a América Latina en su escenario ideal. Y no se entienda aquí América Latina como un mero paisajismo: “No se trata ya de color local, sino de una notación que cita y transforma un espacio, una cultura, un código.” (Amar Sánchez, 55). Dicho de otro modo, Borges, mediante esta traición al género, produce una síntesis cultural. En cambio, los europeos no habían respondido a esta tradición, la habían mantenido en la repetición de una forma canonizada: “Enclavados (los europeos) en una cultura que es, para ellos, “inevitable”, no están obligados a la auténtica libertad de los latinoamericanos, para quienes la libertad es un destino.” (Sarlo, 76). Borges asesina al detective que reinaba en la literatura, y con esto, replantea la tradición, creando una nueva a partir de este gesto. Asume el destino latinoamericano, recorriendo sin miramientos la tradición del policial, y modificándola hasta el extremo.
* * *
“Since then my knife
became my shame.”
(Robert Stemple)
En la introducción de este trabajo, hablamos de la conflictiva relación de Borges con la tradición argentina del siglo XIX. Precisamente esta relación es la que analizaremos en el siguiente cuento, titulado “El fin”. Este cuento, de 1944, apareció publicado en su libro Artificios y luego en Ficciones. En él, Borges comienza la historia centrándose en Recabarren, un patrón de una pulpería que será testigo del final de un “héroe” nacional (atendiendo a las palabras de Lugones). Recabarren, una noche, tal vez como cualquier otra, hace su ronda antes de irse a dormir. No quedan parroquianos en el fundo, a excepción del negro. Borges introduce así a esta figura, a primera vista insignificante: “el negro no contaba.” (194). De pronto, Recabarren ve a lo lejos, en la llanura, un punto que parece acercarse. Es un jinete, que, llegado a la pulpería, se acerca al negro. Entablan un diálogo parco y enigmático:
-Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.
El otro, con voz áspera, replicó:
-Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.
Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:
-Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años. (195).
En esta parte del diálogo, nada nos adelanta lo que sucederá, ni quiénes son los dos hombres ni por qué se conocen. Hasta el momento nada sabemos del negro y el por qué de su larga espera. Sí adivinamos una faceta de desertor en el forastero, quien ha hecho esperar al negro durante siete largos años. Pero leeremos más adelante un primer aviso de esta reunión aplazada, en voz del forastero: “Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.” (196). Con esto anticipamos como lectores, ya que el motivo de la espera del negro es esta pelea que tendrá con el forastero, un duelo a cuchillazos, tradición argentina retratada en variados poemas y novelas, como el Martín Fierro o Don Segundo Sombra. Así, nos comenzamos a acercar al centro del relato. Entendemos que a algo apunta Borges relacionado con la tradición de la literatura argentina, hasta que se hace explícito. Leemos en el relato: “-Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel de hace siete años, cuando mató a mi hermano.- Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio.” (197). En este punto del relato de Borges, se nos hace explícita la intertextualidad con el Martín Fierro de Hernández. Lo que, en primera instancia, no debiese sorprender, un argentino citando un libro que forma parte de la tradición de su literatura, sufre un vuelco inesperado. Borges lo cita a Hernández, pero escribiendo un nuevo final para su poema. Veamos cuál es este final:
Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. [...] Cumplida su tarea de justiciero, ahora no era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre. (198).
Borges asesina a Martín Fierro. Con este gesto, Borges no sólo asesina al ícono de la gauchesca argentina, al héroe nacional, sino que le quita su carácter de héroe. El gaucho del cual los argentinos se sentían orgullosos pasa a ser nadie. Mejor dicho, se transforma en un hombre que no tenía destino sobre la tierra y que había asesinado. Borges, mediante esta sentencia que esgrime contra el negro, rebaja a Fierro a la misma categoría: un mero asesino. Borges condena al negro, pero el negro ahora es el otro, el forastero, Martín Fierro.
Otro punto importante en este cuento de Borges es quién vence a Fierro. En el poema de Hernández, Fierro había injuriado al hermano del negro, al Moreno. Para Fierro, ésta era una raza despreciable. En el cuento de Borges, quien asesina al gaucho es el negro: “Fierro es derrotado por alguien que no había podido derrotarlo en el poema de Hernández: un Moreno, un hombre de la raza que Fierro había insultado.” (Sarlo, 83). Mediante este gesto, Borges pervierte su propia tradición literaria, le da un vuelco que le permite distanciarse de sus orígenes inmediatos, la tradición del XIX. Pero no se queda aquí; en el fin del relato, vemos que Borges desdobla al negro, lo iguala a Fierro, lo hace Fierro. Esta comparación está dada por su carácter de asesino. Con esto Borges condena la naturaleza violenta de la tradición argentina, produce una: “Igualación moral de dos personajes que el poema había mantenido nítidamente separados.” (83). Para Borges, el cuchillero, ya sea gaucho o negro, es un asesino, y le escribe este “fin” a la novela gauchesca para cerrar esta tradición de violencia absurda, que, hasta el momento, había sido justificada por otras lecturas del poema de Hernández,[5] que hacían ver al gaucho: “como símbolo de una esencia nacional amenazada por la inmigración. El poema de Hernández proveía así las bases de una reorganización mítica de la historia decimonónica [...]” (77).
Borges lee la violencia como el eje central del poema, y ve en esto una tradición nacional a la cual le escribe “El fin” (aquí entendemos el por qué del título del cuento). Es mediante este gesto que Borges: “cierra narrativamente el ciclo gauchesco, corrigiendo al precursor y agregando algo que todavía nadie había imaginado, en términos de una nueva interpretación, una revisión de la crítica sobre el poema y una afirmación polémica de su naturaleza narrativa.” (80). Así, vemos que Borges no le escribe un final al poema de Hernández en verso. Lo hace mediante un cuento breve, como si quisiera desprenderse totalmente de cualquier atisbo de gauchesca. Además responde a Lugones, criticando su lectura sesgada. Mediante este relato, Borges responde a dos grandes de la tradición decimonónica argentina. Se hace cargo de la tradición argentina (su propia tradición) y le da un vuelco.
Habiendo analizado ya las intertextualidades de Borges con la tradición europea y con la propia, nos adentraremos ahora en dos cuentos de Borges que dialogan directamente con la tradición oriental; el primero con la arábiga, el segundo con la pre-griega.
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“...y verán al profeta alzar su ira contra los infieles.”
(Anónimo, “Libro de los secretos”)
“El tintorero enmascarado Hákim de Merv”, publicado en 1934 en el libro Historia universal de la infamia, cuenta la historia del Profeta Velado, personaje histórico de Persia, que sirvió de comandante en las tropas de Abü Muslim, en Jorasán. La historia de este personaje, de no mucha trascendencia en la historia oficial persa, difiere en varios puntos con la de Borges; veamos primero, brevemente, qué dice la historia persa.
Si bien Hákim fue tintorero en su natal Merv, por razones que no se conocen se desplazó a Jorasán. Ahí se volvió comandante de las tropas de Abü Muslim, líder revolucionario, gobernante de Jorasán, quien murió asesinado el año 755. Con su muerte, Hákim se autoproclama Profeta, y reclama ser la encarnación de Dios. Su rostro velado, se dice, es para ocultar su belleza extrema. Se forma en torno a él una secta, que será considerada hereje por los musulmanes ortodoxos. En el año 778, Al-Muqqanna dirige en el Jorasán una gran rebelión que se extiende a Bujara y Samarcanda, la cual dos años después logra ser sofocada. Los Abbasidas, del cuarto califato árabe, corren el rumor de que en realidad Hákim usa un velo para ocultar su deformidad. Junto con esto, envían tropas a detener la rebelión. Al Muqanna y sus fieles se suicidan bebiendo veneno antes de ser capturados, en 779.
En el relato de Borges, se omiten datos históricos, lo cual explica la ficción del cuento, nacida a partir de una intertextualidad. En su lugar, se agregan ciertos datos que confeccionan la construcción mítica del relato. Se le da un carácter mítico que, en un comienzo, hace ver a Hákim como un verdadero profeta. El episodio del leopardo que es cegado por Al- Muqqanna es un ejemplo de esto. Borges otorga dones especiales a Hákim, lo eleva a un sitial sobrehumano. Dentro del relato de Borges, Hákim es un verdadero iluminado, que sale de la historia para transformarse en mito. Esto lo vemos en otro episodio, en que relata una de las batallas: “[...] a su alrededor silbaban las flechas, sin que lo hirieran nunca.” (85). Esta representación de Hákim hace que el relato de Borges se aleje del relato histórico, en cuanto a datos biográficos, y se inserte en un punto medio entre mito y realidad. Mediante estos pequeños episodios de deificación que reescribe Borges, prepara lo que será el vuelco de su relato, la infamia del Profeta (¿o de los que desconfían de él?).
Borges hace una “reseña” de una cosmogonía herética: “La intertextualidad se amplía y se dirige a una zona esotérica, patrimonio iniciático pero también popular. Todo el saber se conjunta agregándose concentrado y repetitivo en páginas breves.” (Glantz, 70). Es decir, en este cuento, la erudición de Borges estaría tomando un rol enciclopédico, pero sólo en apariencia. Sería más preciso decir de falsa enciclopedia, tal vez como la de Tlön. Borges falsea hechos, los distorsiona. En el cuento, el rumor de su deformidad lo inicia una de las mujeres del harem de Hákim, quien declara que al Profeta le falta el dedo anular en su mano derecha y que no tiene uñas en los otros. Mediante este hecho, la duda comienza a nacer en los fieles del Velado, quien ha sido atrapado por los hombres del jalifa, y le descubren el rostro:
La prometida cara del Apóstol, la cara que había estado en los cielos, era en efecto blanca, pero con la blancura peculiar de la lepra manchada. Era tan abultada o increíble que les pareció una careta. No tenía cejas, el párpado inferior del ojo derecho pendía sobre la mejilla senil; un pesado racimo de tubérculos le comía los labios; la nariz inhumana y achatada era como de león. [...] No lo escucharon y lo atravesaron con lanzas. (88).
Borges cambia la historia real de Al- Muqqanna, le da un vuelco que lo hace aún más aborrecible. Los propios fieles lo asesinan. Hákim no se suicida, sino que es atravesado por lanzas por haber engañado a sus seguidores. La decepción de sus fieles radicaría en la utilización de estos, mediante la fe, para la satisfacción personal del Profeta. Borges asesina a Hákim por parecerle repulsiva su manipulación mediante la religión, por ser éste un método simplista de manejo del ser humano. Por eso ensalza su aparente divinidad en un comienzo, para hacer aún más dramático este final. Borges describe con detalles el rostro del infame, rostro que refleja, como los aborrecibles espejos y la abominable paternidad, lo despreciable del Falso Profeta. En su relato, Borges le quita el placer de decidir su muerte, le quita hasta ese último momento de poder que le dio la historia real: Hákim es delatado por una de sus amantes, y asesinado por sus seguidores. Traición se paga con traición. Hákim no es asesinado por razones políticas, ni por los hombres del jalifa. Con esto, Borges le da una dimensión moral a su relato e incorpora una cosmogonía traduciéndola a su lenguaje: “pero al incorporarlas se inserta dentro del relato mítico.” (Glantz, 70) Un relato que cambia la historia real y se distancia de la Historia, dejando una moraleja: los velos esconden, pero no mienten. Mediante la mitificación de la realidad, Borges es capaz de modificarla.
Otro punto que creo importante recalcar, es el hecho de que Borges decida hacer un relato basándose en la historia de un personaje intrascendente de la tradición persa. Borges no escribe sobre Mahoma, no retrata la vida de los jalifas; se centra en un personaje histórico olvidado, del cual las mayores referencias se encuentran en la literatura, más que en la historia. Borges rescata a este hombre infame justamente por su intrascendencia; no le interesan los grandes hombres, le interesan los pequeños relatos, las historias dentro de las historias, aquellas que nadie cuenta. Por su posición de latinoamericano, “marginal” dentro de la cultura mundial, Borges siente cercanía hacia los otros “desplazados” de la historia. Habla de estas historias menores desde una mirada latinoamericana, que le permite modificar la realidad: “[...] porque la distancia de las historias que “transcribe” es inmensa y el control que ellas operan sobre sus propios cuentos es muy débil.” (Sarlo, 63). Borges se mueve en una delgada línea: Latinoamérica, línea permeable, difusa y sintética, que le permite hacer este tipo de modificaciones, esencialmente naturales para el intelectual latinoamericano.
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“Einsames fenster wenn der welt begint...”
(Friedrich Mützner)
El próxima cuento a analizar será “La casa de Asterión”, de 1949, incluido en el libro El Aleph. En este relato de Borges la intertextualidad aparece casi evidente. Ya en el epígrafe del cuento se nos da la fuente del mito con el cual dialoga. El mito del Minotauro se remonta a la civilización de Creta, isla de la cual surgió posteriormente la cultura griega.
Si nos remitimos a la fuente dada por Borges, leemos que el nacimiento de Asterio (o Asterión) es producto de la furia de Poseidón, el cual ha sido engañado por Minos, rey de Creta. Minos le había pedido el control de los mares a cambio de sacrificarle un toro blanco extremadamente hermoso; pero en su lugar, sacrifica otro cualquiera. Así, Poseidón se enfurece: “[...] hizo que Pasifae concibiera por él (el toro) un amor apasionado.” (Apolodoro, 145). Para poder mantener relaciones con el toro, Pasifae pide la ayuda de Dédalo, arquitecto del reino. Éste construye una vaca de madera, hueca por dentro y forrada en piel de una vaca desollada, en la cual se introduce Pasifae: “Cuando el toro llegó, yació con ella tomándola por una vaca de verdad. Pasifae parió a Asterio, denominado Minotauro, que tenía el rostro de toro y el resto humano. Minos [...] lo encerró dentro del laberinto y lo mantenía bajo custodia.” (Apolodoro, 145). Luego, Minos hará la guerra con Atenas, pues su hijo es asesinado tras vencer en las olimpíadas. Triunfa, y como tributo, los atenienses deben enviarle: “[...] siete muchachos e igual número de muchachas como alimento para el Minotauro.” (Apolodoro, 209). Un día Teseo, hijo del rey de Atenas, Egeo, se ofrece para ir a luchar contra el Minotauro. Apolodoro relata brevemente el encuentro: “Halló al Minotauro en la parte más recóndita del laberinto, lo mató luchando a puñetazos y salió recogiendo el hilo.” (Apolodoro, 213). El Minotauro es reducido a una figura pasiva, en cuanto a términos de acción. No actúa, no habla, no razona, es víctima de su monstruosidad. Es, simplemente, una bestia que se alimenta de hombres.
Vemos que en el mito original, la voz jamás es tomada por el Minotauro, en cambio, el relato de Borges es un monólogo constante de Asterión, exceptuando la frase con la cual se cierra el cuento. Este gesto es bastante decidor. Borges da protagonismo a un personaje marginal, desplazado, prisionero en la soledad de un laberinto. Lo hace hablar para que mediante su declaración el mito se desarticule. Veamos cómo Borges entrega la voz al monstruo, y cómo este se define: “Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera.” (75). En estas primeras palabras del Minotauro, con las cuales comienza el relato, Borges le da un carácter humano al que hasta el momento había sido visto como un monstruo que se alimentaba de hombres. Incluso, para acentuar esta humanidad de Asterión, Borges lo retrata retraído y asustadizo: “[...] algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta.” (76) Para Asterión, lo monstruoso es lo diferente, es decir, los seres humanos, al menos a nivel de apariencia física. El relato se centra en el punto de vista del que ha estado callado, relegado a ser el mudo monstruo del mito.
Así, agregará más adelante: “Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos.” (77). Vemos entonces, que si en el mito se mostraba al Minotauro como una bestia sangrienta, aquí la vemos agobiada por la soledad. Cuando llegan los hombres que, según el mito, serán dados como sacrificio, Asterión sale alegre a su encuentro, pero estos mueren por el horror que les infunde su figura monstruosa. Desde la mirada de Asterión, estos hombres vienen a morir para que sus males sean liberados, es decir, para Asterión la muerte es redentora, y si él ha sido escogido como redentor de estos hombres, otro habrá que será su redentor: “Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. [...] Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?” (77-78). Con estas preguntas termina el monólogo de Asterión, el cual, como veremos en las frases finales del relato, articuladas por el héroe ateniense, apenas se defenderá de Teseo, su verdugo-redentor.
Borges no hace una reescritura del mito del Minotauro, sino que crea una nueva lectura a partir de la voz protagonista. Teseo deja de ser el héroe ateniense, pasa a ser el redentor de Asterión, y al mismo tiempo, quita la posibilidad de redención de sus compatriotas. Si nos mantenemos fieles a la visión del Minotauro, Teseo simplemente cumple su destino, así como Asterión cumplía el suyo. Teseo se transforma en la esperanza del Minotauro, y cualquier atisbo de valentía que retrata el mito, es abolido por la sumisión con la que muere el monstruo humanizado de Borges. Ni Asterión es tan monstruoso, ni Teseo tan heroico. El relato relativiza al mito, contrario a lo que hace en el cuento anterior (“El tintorero...”), en el cual el relato modifica la realidad, mitificándola. Una torcedura a la tradición pre-griega, cuestionándole sus héroes y sus antihéroes, parece ser la respuesta de Borges. Mediante el otorgamiento de una voz a quien había permanecido silenciado, Borges muestra su afición a los pequeños relatos, a los pequeños personajes, a los olvidados de las grandes tradiciones. Esto se lo permite este desligamiento de la tradición literaria propio del escritor latinoamericano: “[...] los marginales (es decir: los argentinos, los americanos) tienen una libertad respecto de la tradición de la que no gozan los escritores de naciones culturalmente consolidadas [...]. El pasado literario, que restringe a los europeos, ofrece un campo de libertades irrestrictas para el escritor argentino.” (Sarlo, 107) En estas palabras de Beatriz Sarlo vemos cómo el hecho de ser latinoamericano conlleva en sí una libertad para con las tradiciones extranjeras que no se posee en otros lugares. Recordemos las palabras de Reyes, en las cuales dice que América parece ser un continente especialmente dotado para la síntesis cultural. Justamente Borges vuelve a hacer una síntesis, al adoptar temáticas de una tradición extranjera, adaptarlas a su punto de vista, y crear una nueva lectura, un nuevo producto que no es sólo la suma de dos términos, sino además un término nuevo.
* * *
Habiendo ya analizado los cinco cuentos, comenzamos a notar la agudeza con que Borges critica las tradiciones extranjeras y la propia. Si en un comienzo este afán de Borges por hablar de tradiciones europeas puede ser visto como sinónimo de “europeismo”, con el análisis realizado vislumbramos un espíritu crítico en el autor. Borges, un escritor erudito, se transforma en una bomba de rocío. No sólo causa daño con la explosión (sus textos), sino que el rocío que se desprende de esta continúa quemando durante largo tiempo (las interpretaciones de sus textos). Me explico, la forma en la que Borges disfraza sus críticas mediante la cita, la intertextualidad deliberada o escondida, mediante el aparente deslumbramiento ante la cultura europea, hacen de sus códigos algo enmarañado, pero brillante. Borges se da maña de responder “insolentemente” a su escuela formativa. Una mentalidad amplia, conciente de su doble raíz, le permite desmarcarse de todo deber para con las tradiciones. Borges, en su faceta intelectual, ha alcanzado un grado de independencia en el que se permite una libertad absoluta. Reniega de la tradición local de su país, proponiendo una nueva lectura, asumiendo un compromiso literario. Denuncia la violencia (¿sinónimo de barbarie?) arraigada en su cultura, sin necesidad de apelar como ejemplo a la cultura europea, como hace Sarmiento. Borges no cita como ejemplo de civilización a las grandes capitales culturales (E.E.U.U., Europa), más bien propone una mirada crítica que provenga desde Latinoamérica, y que apunte tanto hacia lo “otro” como a lo propio. Borges, como individuo latinoamericano, asume un rol de crítico interno, pues nadie conoce mejor una cultura que quien está inmerso en ella. Desbarata la crítica que lo acusaba de poco comprometido con la causa latinoamericana, manteniendo una postura contestataria, no a nivel de contenido, sino de actitud. Más allá de fines políticos, pues es sabido que Borges no hablaba de política, esta actitud disconforme, empeñada en crear cambios, en la formación de una nueva (y mejor) cultura, sería una muestra de lo que Reyes llama la creación de una síntesis cultural. Recordemos que esta síntesis es, para Reyes, condición básica del individuo latinoamericano. Así Borges, mediante la crítica a una tradición latinoamericanista y la respuesta a tradiciones europeas, está proponiendo una nueva cultura latinoamericana (no pretendo descubrir las intenciones, sino que me atengo a los hechos). Una cultura que se muestre crítica hacia la hegemonía cultural (valga la redundancia), que no acepte a ciegas lo impuesto desde afuera; pero que también logre mostrarse aguda consigo misma.
Encarna así a un individuo latinoamericano situado en una encrucijada, que se muestra en permanente tensión. Ambas superficies (lo local y lo foráneo) que lo configuran como sujeto, hacen que se mantenga en este pliegue, en esta orilla, con cautela. No caer en lo latinoamericanista (mera profusión de color local y pintoresquismo), ni en un afán europeísta (alabanza a todo lo proveniente de la hegemonía cultural): “Ninguna de las dos vetas debe ser repelida o abolida por completo; ninguna debe ser subrayada hasta el punto de abolir la otra.” (Sarlo, 94). Borges se muestra así como un sujeto que se mantiene en equilibrio, pero no en un equilibrio pacífico, sino en una dinámica de conflicto, en la cual se padecen reparos con ambos polos. Este espíritu conflictivo refleja una etapa de transición entre el desarraigo de una tradición y la creación de un término nuevo: lo latinoamericano.
Hasta Borges, “lo latinoamericano” en la literatura había sido entendido como una mimesis de la realidad del continente, a veces teñida de fantasía o realismo mágico. En otras palabras, “lo latinoamericano” era lo “latinoamericanista”, es decir, obras en las que abundaban paisajes del continente, problemáticas indígenas, etc., o lo que Borges llamó “mera profusión de color local” . Con Borges, comenzamos a ver una propuesta que va más allá; aspira a la creación de un espíritu latinoamericano. “Lo latinoamericano” en Borges, estaría en la actitud del individuo, en la forma en la que este, desde su aparente inferioridad cultural, por su carácter de tercer mundista, se alza para responder a la mirada impuesta desde afuera (Europa). En este grito de disconformidad, el individuo latinoamericano propuesto por Borges lucha desde su diferencia. Ya no es el indígena, tampoco el aspirante a europeo, es un latinoamericano que logra adivinar las posibilidades de revolución que yacen intrínsecas en su doble raíz, producto del cruce de culturas: “la inferioridad de “las orillas” se desvanece: el escritor periférico tiene las mismas prerrogativas que sus predecesores o sus contemporáneos europeos.” (Sarlo, 74). Así, esta posición latinoamericana deja de ser un defecto. Borges intenta quitar la miopía intelectual latinoamericana, haciendo ver que esta doble raíz no es una carga, sino un privilegio que hay que asumir y poner en práctica. Asumirse revolucionario, sin caer en lo panfletario o en la politiquería. Dar cuenta de las posibilidades que se abren al levantar la vista, al tiempo que se mira hacia dentro de la propia cultura.
Borges, lúcidamente latinoamericano, reúne dos conceptos que permanecían separados: tradición y traición. Me explico, Borges lee la tradición como una seguidilla de traiciones menores (ejemplo de esto sería la Historia universal de la infamia, la cual aborda tradiciones de diversas partes del mundo que hablan de traición). A su vez, él mismo se sitúa hoy dentro de la tradición, habiendo sido un sujeto que la traicionó constantemente, como vimos en el presente trabajo. Entramos en una rueda que gira, en la cual se leen las tradiciones para traicionarlas y en las que estas traiciones se transforman a su vez en tradiciones. Aparecen entonces en este juego semántico el infinito borgeano, Ourobourus, Kafka, el término que es el comienzo. En fin, Borges desnuda la diferencia entre tradición y traición: una sola letra.
[1] Ferrer, Martín. Borges y la nada. España. Támesis, 1971. Cap. 5 y 6.
Rojo, Grínor. Historia y geografía de Borges. Acta literaria n. 25, 2000.
[2] Entenderemos por intertextualidad el hecho de que “todo texto es absorción y transformación de una multiplicidad de otros textos.” (Kristeva, Julia. Semiótica 2. Madrid. Espiral, 1981. pp. 67)
[3] Interpretación que se vio acuñada por las declaraciones del propio Borges en su prólogo a la edición de 1956 y en numerosas entrevistas en las cuales se le preguntó por este relato. Creo que estas palabras de Borges no deben ser del todo tomadas en serio. Si bien esta interpretación sólo ha sido sostenida por las palabras de Borges, no ha sido refutada. Simplemente se acepta (Ejemplos: Javier García Cellino (académico español), Darío Villanueva, Claudio Guillén, Antonio Monegal, etc.)
[4] Esta idea ha sido parafraseada, ya que el texto original está en inglés. El libro al cual me refiero es de Harold Bloom. Bloom´s Biocritique: Edgar Allan Poe. Filadelfia. Chelsea House Publishers. 2002.
[5] En 1916, Lugones presentó en una conferencia su interpretación del poema de Hernández. Esta consistía en leer el poema en términos de épica nacional; y a su protagonista como símbolo de virtudes y valores argentinos. Si entendemos a Lugones como uno de los intelectuales de mayor influencia en su país, voz de la tradición argentina decimonónica, entenderemos la acogida de sus palabras en el círculo académico.
Bibliografía
- Amar Sánchez, Ana María. Juegos de seducción y traición: literatura y cultura de masas. Rosario, Argentina. Beatriz Viterbo Editora, 2000.
- Apolodoro. Biblioteca mitológica. Madrid, España. Alianza Editorial, 1999.
- Borges, Jorge Luis. El Aleph. Santiago de Chile. Ercilla, 1984. Ficciones. Buenos Aires, Argentina. Alianza Editorial, 2006. Historia universal de la infamia. Barcelona, España. Alianza Editorial, 1998. Otras Inquisiciones. Barcelona, España. Alianza Editorial, 1998.
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- Glantz, Margo. “Borges: ficción e intertextualidad.” Taller de Letras 27. Santiago de Chile. Ediciones PUC, 1999.
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