En la calle fuimos perdiendo el miedo, y
entre el humo nos reconocimos. Los ojos brillaron iguales tras cada pasamontañas
y no hubo color, edad ni género. Nunca más importó quién enciende el fuego,
porque siempre hubo alguien para hacerlo, porque cada fósforo es arrojado por
tu mano, por mi mano, por la idea de ver arder la injusticia. Al reconocernos
cada uno en el otro, dejamos de ser masa y nos hicimos multitud, nos hicimos
invencibles, porque las personas mueren pero no cesa la lucha, porque nuestros
hijos, como nuestros padres, también llevarán esta capucha roñosa y empapada de
gases, generación tras generación. Cómo asesinar lo que no tiene rostro, se
preguntan cada noche, esperando que esto pase. Pero no pasa, y cada mañana
amanece iluminada por el fuego de nuestras barricadas, ya son años de levantar
sueños mientras ellos intentan descansar, son años de construir la pesadilla
que no los deja cerrar los ojos. Las pupilas brillantes, siempre acechando,
tras los dos huecos que deja la lana negra, son el dolor del obrero salitrero
en 1900, del poblador asesinado en 1986, del mapuche desterrado ayer y hoy, de
la madre que aún espera que sus hijos vuelvan a la mesa servida, aunque han
pasado años y sus cuerpos descansan en el mar con un riel atado a sus pies. No
hay tiempo ni individuo tras la cubierta, porque no hay interés personal ni se
persigue la gloria que inculca el descarnado capitalismo, somos uno y cada uno
de los nombres caídos, somos la rabia de Chile, México y Palestina, desde
Chiapas a Magallanes, de París a Cisjordania. No importa cuánto sigan
intentando acabar con este fantasma sin rostro, porque somos más reales que todos
sus cuentos, más tangibles que todas sus monedas, más peligrosos que todos sus
miedos. Somos la consecuencia directa de cada uno de sus actos. Prepárense que
el fuego sigue ardiendo. Somos el silencio antes de la explosión.
Invisible tu poder, invisible mi rostro…
invisible.
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